Esta es la historia de un niño indio que no conseguía domar a los caballos. Cuando un caballo salvaje le miraba a los ojos, le
conquistaba la libertad de su mirada y subía a su lomo vencido por ella,
arrebatado el ánimo de luchar contra tan noble firmeza. Por supuesto, acababa
en el suelo al primer brinco del animal. La última vez que subió a un caballo,
se lastimó la pierna en la caída. Su padre, al verlo levantarse del suelo
cojeando, se arrancó una pluma de su penacho y la ensartó en su cinta de
cabello:
—Esta pluma te ayudará a
remontar el vuelo. Desde hoy te llamaremos Pluma Rota y no tendrás que montar a
caballo.
Él agradeció la decisión
de su padre: prefería cuidar a los animales, guardarles el mejor heno, hacerlos
correr por la pradera sin jinete, secar su sudor después de la carrera, peinar
sus crines largas y eternas como la noche y mirarles a los ojos para descubrir
ese ansia inacabable de libertad que nunca se borraba de ellos. Porque un
caballo, aún después de domado, tiende a escapar de las bridas, debe ser
montado regularmente o la tarea habrá sido vana y hay que domarlo de nuevo.
Un día, un caballo se
rompió una pata. Todos querían sacrificarlo, incluso el Hombre medicina
aconsejaba acabar con su sufrimiento. Pero Pluma Rota se hizo cargo de él,
vendó y entablilló su pata, le preparó un lecho de plumas y le contó historias
de caballos que habían galopado hacia las estrellas.
Al quinto día, el caballo
se levantó. Seguía cojeando, pero podía andar. El caballo miró a Pluma Rota y
le pidió con un relincho que montara sobre él. Pluma Rota subió en su lomo y el
caballo trotó primero despacio, luego al galope y finalmente todo el poblado
los vio emprender juntos el vuelo hacia las nubes.
Desde entonces llamaron al
muchacho Pluma del Cielo. Y aunque no volvió al poblado, algunas noches los
indios pueden verlo en los bordes de la aurora boreal, donde se agita la cola del caballo cojo con los colores de su pluma rota.